sábado, noviembre 18, 2023

Enferma que come y mea

Siempre que estoy afuera, lo cual es casi nunca, para qué te miento, veo a las personas viviendo sus vidas, tan como si nada, y me pregunto qué estarán sintiendo. Si se sentirán como yo (pobres, o qué afortunadas, depende) o de otro modo, sorprendente.



Cuando estás mal, física o emocionalmente, se te trata distinto, mejor, con más consideraciones, al menos, pero tienes que estar muy mal en serio, que se te vea. Si sólo dices que te sientes mal, pero no parece, hay que esperar a que te desmayes y te pegues en la cabeza o, mejor, que te mueras, para que se arme la movilización de que ay cabrón sí estaba mal, ahora sí, qué hacemos. Y ni se te ocurra divertirte, hacer un chascarrillo o comerte una nieve, porque enfermo que come y mea, el diablo que se lo crea.


Lo que estaba pensando es que, ¿por qué necesitamos estar mal, pero de verdad muy muy mal, que se vea, para recibir consideraciones, un trato amable, compasivo? 


Volviendo a la gente de la calle, a veces me da envidia, porque veo a ese señor caminando tan tranquilo hacia la tienda y me imagino que, a diferencia de mí, a él no le duele nada, que está perfecto, que lo puede todo, pero yo que sé si sólo está interpretando el papel que nos dieron al nacer, el de persona que aguanta, que sigue adelante, que claro que puede y que no se queja, y en realidad siente que se está muriendo. Luego veo a alguien más, hablando por teléfono, riéndose, y creo que seguro no le tiene miedo a nada, que por eso puede vivir tan tranquila, tan contenta, pero al otro día va y se mata. Porque por fuera nos vemos tan enteras, y luego resulta que no era cierto.


Una amiga con fibromialgia me decía que nunca le cuenta a la gente que le está doliendo algo casi siempre porque, o no le creen, pues la ven ahí, tan viviendo, o podrían creer que sólo está buscando compasión. Pero es que ¿quién no busca compasión? ¿Quién no la necesita? Nos la merecemos. Todas y todes y todos. Todo el tiempo.


No hay cosa que me irrite más que decir que me siento mal (normalmente de cosas de la cabeza, que es mi tema) y que me digan "¡Cómo! ¡Si te vi tan tranquila estos días, yo creí que ya estabas bien!". Uta, pues perdón por no poder sostener mi bienestar 24/7 por el resto de mi vida desde que lo alcancé aquel domingo soleado del 93. Y, además, me ves tan tranquila, pero a veces, por dentro, siento que me estoy muriendo. Y me imagino que así todas las personas, con sus vidas, con sus retos.



Me gusta decirle al internet cómo me siento a cada rato, aunque parezca la loca incongruente que a las 9 am está jijijí jajajá, a las 12 le dio un ataque de pánico y ya no quiere vivir, a las 4 siempre sí vivió y se está comiendo un salpicón bien chabocho, a las 6 extraña muchísimo a su papá muerto, a las 8 se echa sus puntadas en el instagram, a las 9 le duele la cabeza horriblemente por la ansiedad y teme que nunca se le vaya a pasar y a las 12 ya está dormida, como un angelito, para después empezar de nuevo. Pero es que así soy. Así somos. Un estado no anula al otro. Y todos son ciertos. Y el internet entiende. Más o menos.


Me gustaría poder ser también así en la vida, allá afuera. Que todos pudiéramos serlo. Que aceptáramos que nadie está mal ni está bien siempre. Que estamos y ya. Y hacemos lo que podemos con lo que tenemos. Que todos nuestros estados son válidos, reales y dignos de amor. Me gustaría poder decir cómo estoy y saber cómo está la gente. Y poder ser más compasiva. Y que lo fueran conmigo. 

 

Normalicen estar bien. Normalicen estar mal. Normalicen estar las dos cosas a lo largo del día, de la vida. Normalicen decir cómo nos sentimos. Normalicen creernos. Normalicen ser compasivos aunque la persona frente a ti no parezca que se está muriendo. O, de hecho, no se esté muriendo. Normalícenme esta.


Y dime cómo te sientes del 1 al 10. Física y mentalmente. Todo el tiempo.

lunes, noviembre 06, 2023

POV llevas toda tu vida con un boombox al hombro siempre encendido, diciéndote cosas horrendas

Aquí es la terapia, ¿verdad? Qué bueno.

Pocas cosas me frustran como ir con un profesional de la salud mental y regresar con respiraciones y el excelente consejo de no escuchar las cosas que dice mi cabeza y, sobre todo, no creerles.


A ver, yo llevo 41 años respirando (al menos 10 de esos con técnicas) y ya sé que mi cabeza se la pasa diciendo locuras, te juro por mis gatos que no les creo. A las pruebas me remito: de los 500 millones de veces que me ha dicho que me voy a morir en ese mismo momento, 0 me he muerto. No le creo pero siempre la escucho, porque siempre está hablando y, entonces, ¿qué hago con lo que siento? En el alma y en el cuerpo.


Ya estoy en edad de saber que no soy única y detergente. Que millones de personas en el mundo, quizá en este mismo momento, experimentan lo mismo que yo, pero ¿por qué es tan difícil que me crean que de verdad, por dios y la virgen y mis gatos, ya lo intenté, y que no puedo -no he podido- no escuchar mis pensamientos, aunque sepa que no son ciertos? 


Después de mi cita con la psiquiatra, en la que otra vez no lo supe explicar y otra vez quedé como estúpida que nada más no quiere tomar consejos, encontré esta imagen para el PPT de cómo me siento: Es como si tuviera una grabadora (de esos boombox ochenteros) sobre el hombro, al lado de mi oreja.

Esa grabadora lleva encendida toda mi vida (que yo recuerde). Pero claro que no la tengo que escuchar atentamente todo el tiempo. A veces estoy bien. El cassette que reproduce es un kínder a unas cuadras de mi casa, que es mi cuerpo, desde donde salen las voces de los niños pero sus conversaciones son casi indistinguibles, una risa por aquí y un grito de repente. Eso está bien. Te acostumbras a vivir así.

A veces le sube al volumen y ya puedo escuchar claramente que lo estoy haciendo mal, que me gané todo lo terrible que me pasa y que ni se me ocurra creer que me merezco lo bueno, que voy a perder el control, que me voy a matar o me voy a morir, que necesito un plan, que dónde está mi plan, porque seguro tengo algo muy grave, y lo peor es que ni siquiera me voy a morir realmente, sino que, por no actuar a tiempo, me voy a quedar incapacitada por el resto de mi larga vida, siendo una carga para mis gatos o ni se sabe para quién, esa es otra angustia que aún no hemos resuelto. Claro que no le creo; le enseño las pruebas, le enseño exámenes de laboratorio, le digo que además estoy en tratamiento, pero me contesta que si no sé que las cosas cambian de un momento a otro y que la ciencia vale verga. Esta grabación para todo tiene respuesta. Lo bueno de todo lo malo es que el volumen no está tan alto y, aunque incómodo, también te acostumbras a vivir con eso. Puedo ir aquí y allá, puedo comer y dormir y, a veces, muy a veces, reírme de un meme. Puedo oler a los gatos y hasta leer o ver tele. Es cosa de dejar que siga hablando y ya. Mientras el volumen no esté tan alto, que diga lo que quiera.

Pero luego están las otras veces. Esas donde, de la nada (o eso que, a pesar de los años y años de terapia y exploración, yo sigo viendo como la nada), el volumen sube al cien. Aquí ya me está gritando todas esas cosas horribles y otras más. Y yo se las sigo debatiendo o sigo tratando de ignorarlas, pero la grabación ahora tiene un palo y me está picando con él. Me duele la cabeza, el cuello, la espalda, el estómago, las piernas. Tengo una bola atorada en la garganta, la lengua hinchada y no me entra el aire más allá del cuello. O eso siento. Y, como lo siento, y, como no hay forma de negar eso, tengo que parar todo y hacer lo que hay que hacer. Le digo que, sienta lo que sienta, no me está pasando "nada". Le digo que se calle porque estoy meditando. Que se calle porque estoy respirando. Que se calle porque me estoy bañando con agua helada o corriendo. Intento hacer más ruido que ella. Intento también hacer silencio. Le digo que estoy haciendo todo lo que me dijeron que hiciera para que se calle, pero no se calla. Y ese no es el problema, que diga lo que quiera, pero ahora ya no quiere soltar ni a mi cuerpo.

Y, al rato, lo suelta. Siempre lo suelta. Con el tiempo o con medicamento. Y tengo que descansar horas porque vengo de luchar una guerra. 


Gané otra vez. El volumen volvió a su punto medio y me deja hacer cosas de nuevo. Pero ¿qué clase de victoria es esta mientras, cada que quiera y de la percibida nada, la grabación se pueda seguir subiendo? 


Nadie me ha dicho que así va a ser siempre, ni yo me atrevo a preguntar. Pero me daría con que dejaran de decirme que no lo escuche, que lo debata, que no le crea, que lo controle.


Ojalá mi psiquiatra pudiera leer esto.


Porque cada que salgo de otro ataque de pánico, siento que menuda victoria, amor. 


Porque hoy siento que hasta cuando gano pierdo.


Y ya no puedo.


Pero sí puedo.


Creo.

lunes, octubre 30, 2023

La enfermedad de ser tú

¿Cómo le hago para que la muerte de un actor que no conocí, ni fui a los cumpleaños de todas sus rehabilitaciones, se trate de mí?

Fácil. Así.


No he dejado de pensar en la muerte de Matthew Perry, en su lucha contra la Big Terrible Thing, en sus ganas de ser recordado como alguien que hizo algo por los demás y no por Friends, y en cómo Friends ha hecho tanto para ayudarnos a vivir.


Matthew, Matty, mi amigo personal, no fue tímido para hablar de sus adicciones, de la envidia de ver a quienes no las tenían y podían disfrutar éxitos tan parecidos a los de él en vez de apalancarse de eso para hundirse más y más. Matemáticas de enfermos que son difíciles de entender, pero no te puedes poner a discutir con las ciencias exactas, José Luis.


Hay una plática con el resto del elenco de Friends, cuando se acabó el programa, donde les cuenta a los demás que, desde el principio, si la gente no reaccionaba a sus chistes, si no se reía, él sentía que se iba a morir. Jennifer Aniston le responde que eso nunca se los había contado, que no sabían que se la estuvo pasando tan mal todo el tiempo. Pues no. Nadie quiere contagiar a los demás de la enfermedad de ser tú. Cómo lo vas a compartir. 

En una entrevista muy reciente cuenta que nunca vio Friends porque, cuando lo intentó, sólo se veía a sí mismo en su temporada de atasque de alcohol o en la de coca o en la de opiáceos. Mira, ahí. Ahí. Ahí. *Meme de Leonardo DiCaprio*. Ese hombre que construyó nuestro búnker nunca fue capaz de ver lo que vemos toda la gente que llevamos 25 años refugiándonos ahí.


Pienso mucho en sus ganas de ser recordado como alguien que ayudó a otros hombres luchando con sus adicciones y no por Friends. Pero Friends, Chandler, es lo que a mí me ha ayudado a sobrellevar la enfermedad de ser yo. Y si estás leyendo esto, seguro también a ti.

Así como, cuando todo se está cayendo, hay quien se va a la casa de sus padres o hermanos, al pecho de su pareja, a un retiro en las Bahamas si es de esos, porque es su refugio y su lugar seguro, estamos los que acudimos a Friends, proque sólo eso tenemos o porque solo eso podemos aceptar. Cuando tienes la enfermedad de ser tú, distinguirlo no es tan fácil.  

Friends, su fantasía de la amistad que es hogar, de un mundo de pertenencia, en el que siempre hay alguien para ti, es un techo seguro y un colchón mullido para convalecer cuando crees que vas a matarte o cuando sientes que te vas a morir. 

¿Cómo alguien que ayudó a construir eso, que es cimiento, pared poniente y una de las ventanas por las que más nos gusta asomarnos, va a creer que no será recordado como una persona que ayudó a la gente? Pero lo entiendo. Porque la enfermedad de ser tú también causa ceguera y sólo te deja ver la Big Terrible Thing.


Pienso también en esa frase de The fault in our stars, "Maybe she wasn't loved widely, but she was loved deeply. Isn't that more than most of us get?" y Matthew, creo, tuvo las dos cosas. Isn't THAT more than most of us get? Y aún así murió sin poder verlo. Y lo siento muchísimo. Y lo entiendo.


Voy a tener que ir a ver Friends en lo que me recupero.


Nos vemos en el cosmos, Matthew. Que allá, curados de la enfermedad de ser nosotros, podamos ver el amor, la paz, la fuerza que fuimos para otros. Que hoy, al fin, sientas todo eso tuyo. Merecido. Suficiente.




domingo, octubre 22, 2023

El bienestar artificial no es el bueno

Tal vez a ti de niño no te dejaban ver telenovelas, pero a mí no me dejaban tomar medicamentos. Te cambio cuando quieras.


En un cálculo así, desde el recuerdo, tenía derecho a un par de paracetamoles al año, que debía usar sabiamente, y uno extra en casos en los que pudiera demostrar con pruebas que algo me estaba causando un dolor extremo (con pus y sangre saliéndome de un oído reventado, por ejemplo).


Es que la gente está viendo y no ve que los medicamentos te curan de una cosa y te enferman de otras tres para que nunca salgas de eso. Tu cuerpo, con la comida correcta, el agua suficiente y movimento, tiene todo lo que necesita para arreglarse solo. Querer parar un dolor es no permitirle a todo ese complejo sistema que eres que ponga en práctica sus propios mecanismos de supervivencia y se vuelva menso.

Fuut. Infancia no es destino, pero sí puede ser un pergamino de Misión, Visión y Objetivos familiares que siempre está enmarcado al mero centro de tu cerebro.


Pero, bueno. Con ese pergamino en mente, el primer tratamiento médico de largo plazo que tomé en mi vida fue uno psiquiátrico, a los 30, porque vomitaba todas las mañanas, a veces no podía pasar ni aire ni saliva y tenía el cuello y la quijada lleno de nueces (con cáscara) bajo la piel que resultaron ser ganglios gritando auxiiilio sáquenme de este cuerpo tenso, y no había evidencias clínicas que indicaran que todo esto viniera de algún otro lugar que no fuera mi cabeza.


No quisiera preguntarme pero por supuesto que me pregunto si mi primer tratamiento médico pudo no haber sido psiquiátrico a los 30 si hubiera recibido un tratamiento médico de alta especialidad con mejoralitos de niña cuando algo me dolía (y en el momento que fuera, sin importar si me había tomado uno HACE APENAS dos meses), si no me hubiera tenido que aguantar el malestar y el dolor y el miedo a volver a sentir el malestar y el dolor y así infinitamente.

El tratamiento psiquiátrico funcionó a la perfección. Por primera vez me sentí protegida, con la seguridad de tener algo a mano con qué detener el dolor y el horror, en vez de hacerle frente. Por primera vez no tuve que ser vikinga, no tuve que ser guerrera. Pero siempre he querido que se acabe el tratamiento. Y se ha acabado. 


Muy buena su medicina, felicidades, pero en el fondo yo, tan adulta, tan independiente, tan librepensadora, lo que quiero es lo que me dijeron hace 30 años que era lo correcto: tomarme mis dos tempras al año para demostrar que mi cuerpo todavía tiene con qué, todavía puede. 


Igual siempre vuelvo con la psiquiatra y empieza el ciclo que no se acaba cuando se acaba el tratamiento. Después de mucho suplicar que ya se termine, me dan permiso de dejarlo y lo dejo. Todo está bien por unos meses y casi me creo que esta es la buena (la de verdad buena). Luego todo está más o menos y luego un poco mal y luego pésimo. Siguen las caminatas de horas a ver si logro alejarme de lo que siento, los tés, las meditaciones, el grounding, los aceites, las oraciones, las terapias gestalts y cognitivas conductuales y psicoanálisis y todo lo que me dijeron pero, si yo puedo sola, si son tan malos los medicamentos y ya intenté todo lo demás, ¿por qué otra vez estoy en la cama arañándome las piernas y preguntándome si esta sí va a ser la buena (la mala, la pésima), si la necesidad de huir ahora sí me va a aventar por la ventana, si esta sí va a ser donde al fin me quiebro?


Y entonces la medicina, EL ENEMIGO, gana de nuevo. 


Voy por un ansiolítico. La mitad, porque completo ya de plano son ganas de no luchar del lado de mi cuerpo, y en un rato me siento mejor.


¿Por qué me opuse tanto a esto?


Porque el bienestar artificial no es el bueno. Piénsalo: En realidad no estás bien, estás mal y, encima, engañada, creyendo por un rato que todo está mejor pero si te sientes así es sólo por factores externos, o sea que tú-tú no estás bien, tú no, tú nunca, tú tienes que poder sola. Entiende. 

¿Qué vas a hacer cuando sólo te tengas a ti? Ahorita es nada más tu cabeza pero ¿qué vas a hacer cuando, por no cuidarte, por rendirte a la medicina, llegue la venganza de tu cuerpo?


Ya sé que no tengo razón. Ya sé que ningún hombre es una isla, que nadie puede solo, que la medicina existe para algo, que los cuerpos enfermos son válidos y que siempre va a ser mil veces peor el malestar por muy natural que sea que el bienestar de paquete. Pero que lo sepa no significa no piense lo contrario. Todo el tiempo.


Ojalá no fuera imposible regresar a 1988 a darme una pastilla para el dolor de estómago, en vez de verme vomitar de colores para que saque todo lo malo, y decirme que me la tome, que me va a hacer bien, o al 93 a untarme algo en los brazos para que se me quite la tiña y no tenga que pasar semanas y semanas de vergüenza hasta que mi sistema inmune haga lo suyo y se la lleve. Ojalá no fuera imposible ser hoy mi propio adulto responsable que me cuida, que sabe más que yo y con esa sabiduría me dice que mis defensas no se van a volver tontas así tome esta medicina algunos días que la necesite o aquella otra para siempre, que el dolor no es normal, que no es cierto que tengo que poder con todo sola para salvarme (y, al final, ¿para salvarme de qué?) y que cuidar, aunque sea artificialmente, a mi cabeza es también un acto de amor a mi cuerpo. ¿Ojalá no fuera imposible? No. Ojalá no lo sea.

lunes, octubre 16, 2023

El día de la marmota de la salud mental

Siento que es demasiado pronto para sentir que ya intenté todo para estar bien y demasiado tarde para guardar esperanzas de que algún día algo va a funcionar.


En cualquier momento voy por ahí, por donde sea, caminando tranquila y, en esta caricatura antigua en la que me tocó vivir, me cae sobre la cabeza el piano de la ansiedad. El cuerpo se me pone rígido, me duele todo y el mareo es constante; ha de ser porque el mundo se sigue moviendo y yo otra vez me quedé paralizada en este malestar que se supone que ya estaba empezando a sanar.


Y aquí es donde todo vuelve al inicio, o al menos a la mitad.


Lo último que intenté para estar "mejor" cuando me sentía "bien" (aunque desde el hoyo portátil marca ACME que me puso enfrente el correcaminos de la salud mental en los últimos días, "bien" y "mejor" suenan muy peor, muy mal) fue aprender a llorar.

Parece que, como a los animales recién nacidos que necesitan que les laman los genitales para aprender a orinar y cagar, a mí nadie me lamió el alma para enseñarme a llorar. O quizá ya venía mal de fábrica. 

Mi pecho no es bodega, pero sí es composta, porque todo se queda ahí y, aunque a veces nacen cosas bellas, la mayoría del tiempo lo único que se ve y se siente y está presente es el gusanal.


Fui (otra vez, siempre otra vez) a terapia y fui a las constelaciones familiares y fui a la página de los aceites escenciales y de todos modos no pude llorar. 

Aunque sí, de a poquitos, y sólo en estos días que me siento tan mal. Pero ni esos poquitos fueron por mis muertos que extraño y por el dolor de mis vivos y por el horror de que (otra vez, siempre otra vez) estaba bien y de nuevo todo (aunque no todo, pero algo, lo suficiente para que se sienta como todo) mal. 


Todos mis esfuerzos terapéuticos se condensaron en una lágrima por un reel de animalitos, otra porque en Friends hay personas que en su amistad encontraron su hogar, otra porque Taylor Swift es increíble y la última porque Connor Oberst olvidó a su Yellow Bird. ¿Cómo se te pudo olvidar? Pero nada más.

¿Eso cuenta como avanzar?


Dicen que la migraña tiene un aura que les avisa a sus suscriptores que ya casi va a salir el nuevo episodio. Los años de experiencia me han enseñado que la ansiedad, la mía, también tiene algo así. Los médicos le dicen Síndrome de las Piernas Inquietas, yo le digo La Sirena que Anuncia la Inminente Llegada de un Ataque Nuclear que me va a dejar el cuerpo adolorido y el espíritu paralizado. 

El primer día es una sensación en los muslos. El segundo son las ganas de pegarme en las piernas hasta que se vaya esa sensación del primer día. El tercero es el impulso de cortármelas con un cuchillo de carnicero y ya los siguientes son la consecuencia de no haber escuchado, otra vez, el aviso de que tenía que echarme a correr en vez de quedarme ahí sentada esperando que un poquito más de mí termine convertido en sombra nuclear.

Pero ¿adónde corres cuando eres tu propia ciudad que están por bombardear?


Si tomo medicina le hago daño a mi cuerpo y si no la tomo le hago daño a mi alma. ¿Cuál vale más? 


Si voy a terapia, les escucho hacer interpretaciones de manual y ni siquiera me atrevo a decirles que siento que hasta la curaduría del algoritmo de internet me ve más.


Si me unto el bálsamo suave del pensamiento mágico, me siento muy dos de espadas. Y tampoco me quiero engañar.


Otro ciclo. Otra crisis. Y otra vez, siempre otra vez, intenté todo y logré nada. Nunca es suficiente, porque yo no soy suficiente. Si lo fuera, mis cuidados y mis intentos valdrían de algo y no estaría aquí de nuevo, sintiéndome tan mal.


Pero ya sé que no es verdad.


Ya sé que esto también va a pasar.


Y voy a estar bien.


Y luego mal.


Y luego bien.


Y luego ya.