Mi abuelita tiene 95 años y casi todos los días los vive tranquila, con normalidad, pero algunos domingos lluviosos, después de la misa en la tarde, confiesa que está enojada "porque hoy Cruz no me llevó a pasear", y no es sino hasta que alguna de sus hijas le recuerda que Cruz, su esposo, está muerto desde hace medio siglo que perdona, comprensiva, "ah, bueno, entonces está bien". Otras veces llora con desconsuelo al darse cuenta de toda su gente muerta, y ante el saber que su madre también se fue ya se desespera al no poder comprender ahora ella quién es, habiendo perdido ese primer arraigo personal. Cuando terminan esos momentos de confusión o, quizá demasiada, proverbial lucidez, sigue con sus 95 años pero todo vuelve a lo normal.
"Yo me llamaba María de los Dolores, que es muy feo", cuenta, "pero cuando las actas se desaparecieron y las tuvieron que rehacer, me lo cambié". Se puso entonces sólo María Dolores, como para liberarse un poco, para ya no pertenecerle a ese mal que carga en el nombre.
María Dolores me quiere mucho, lo sé porque me dice que soy muy bonita, me regala cosas que pepena de lo que las visitas olvidan en su casa y siempre me recuerda que todos los días, sin falta, le reza a San Juditas para que yo me case, no me vaya a quedar.
Habiendo nacido pocos días antes pero 70 años después que ella, ahora no hablamos mucho ni nos entedemos ni lo intentamos, pero en esos domingos lluviosos en que cuenta que en sueños su esposo, su hijo, sus hermanas y todos sus muertos vienen a buscarla y cuando despierta no le queda más que añorar, hablamos, la entiendo, lo intento un poco más.
Ella dice que está cansada y, ahora sí, lo que nunca antes, quiere morirse, y yo me averguenzo de mi propio cansancio, de mi ridícula languidez vital tan injustificada ante sus 70 años más de aguantar.
En esos domingos lluviosos en que mi abuelita se enoja porque sus muertos no la visitan, yo la acompaño, hablamos y poco a poco nos va cayendo el silencio, pero no como un peso, sino como una respetuosa cortesía a lo que ahí va a ocurrir. Sé que ella llama a la muerte y yo la acompaño, sé que la espera y yo la acompaño, pero por una vez, sólo por esos momentos y por algo que quizá lleve el nombre de admiración, no me alcanzan las manos para enumerarme razones para no estar tan triste, tan harta, tan gastada apenas ahora, tan pronto. Y es entonces cuando soy un poquito más feliz, porque ese momento, esa espera pacífica, necesaria, tiene más valor que todos mis lamentos. La amarguez me la guardo, ella llama a la muerte y yo sólo la acompaño.