... los que somos tristes llegamos a tomar esa conciencia, entendemos que estamos solos, que todo lo que hagamos por dejar de sentirlo son sólo fiestas para cubrir el silencio. Sin embargo, yo, siendo triste y sabiéndome sola, tengo aún la esperanza puesta en, y es casi la seguridad de que, por justicia, tiene que haber algo más, aunque sea momentáneo, aunque sea de horas, brevísimo, fugaz, un instante terriblemente dulce donde no estemos solos, un instante de hablar, uno que valga por todo el tiempo de vacío, de descontextualización, de sentir que nunca nadie entendió nada. Tiene que haber, al menos la esperanza. Son cosas que te ayudan a vivir.
El presente no lastima, se le vive y nada más, pero de pronto, en alguna tarde desocupada, caen sobre el pecho los recuerdos, lo aplastan, es verdad que algunas veces es más difícil respirar el aire de siempre, el de los días tan acostumbrados a pasar con naturalidad. Todo se detiene.
No me alcanzan los brazos estirados para medir el dolor, no me alcanzan las palabras para lamentar tanto amor desperdiciado.
Es una lástima por la fe y las ganas de creer muertas y enterradas en tierra árida, donde ni los cadáveres florecerán.
Al volverlo a pensar, la idea, de tan triste, de tan inútil, me supera y me impide incluso los intentos por vengar todo lo dicho que demasiado pronto se descompuso, que no sirvió.
No me alcanza la tragedia para cubrir la imposibilidad de que por una vez algo sea verdad.
Invariablemente la fiesta se acaba.
Y tiendo mi luto sobre la honestidad, sobre la fe, sobre el amor, sobre las palabras burladas por la única verdad (que toda otra verdad no es sino un hablar por hablar).
El resto es silencio.