No quiero el pasado inmediato. Puedo contar con detalle en un minuto las cosas bellas del último año. Fue casi todo pérdidas, despedidas, viajes de no retorno y silencios angustiosos. Cierro con números rojos. Pero de un pasado un poco más remoto me vienen todos los recuerdos que me hacen pensar que no ha estado tan mal.
El año pasado fue todo emoción, fueron los viajes, las personas de las que siempre me emocionaré de haber estado alguna vez, tener y perder la escuela, la graduación, ruidosa, hermosa, dejar el trabajo horrendo por un trabajo donde no hacer nada paga cada quincena, el creer, el querer, el hacer (a ti, por ti), mi cuarto en tu casa, tu familia, la gente del diario que nunca cansa (tú, tú, tú, tú sabes que eres tú, que estás aquí), las tardes, las noches, los cafés, los vinos, tu casa para nosotras, para él y para mí, tu tiempo, sus tiempos, todo. Gracias. A veces pienso que todo vale la pena sólo por el tiempo que se fue. Soy fácil de conquistar.
Veo con mi ojo cataratoso a este año y me quedo feliz con el pasado, con los demás.
Igual se acabó. Con suerte año que viene se pone mejor. Sin suerte peor. Igual se acaba y en lontananza es bello. Qué más da.
Y como el niño de Las batallas en el desierto, preocupado porque presente y futuro lo apachurran, tomo como medida de fin de año mi última precaución:
porque todo lo que existe ahora mismo nunca volverá a ser igual